El Rey David


Rey David

Segundo rey de Israel (1000-962 a.C.). Se menciona unas ochocientas veces en el Antiguo Testamento y sesenta en el Nuevo Testamento. No se sabe con certeza el significado de su nombre. Hijo menor de Isaí, de la tribu de Judá. En las Escrituras este nombre se aplica solamente a él, como tipificación del lugar único que ocupa como antepasado, precursor, y anunciador del Señor Jesucristo, “el gran hijo del gran David”.
Hay 58 referencias a David en el Nuevo Testamento, incluido el tan repetido título acordado a Jesús: “Hijo de David”. Pablo declara que Jesús es “del linaje de David según la carne” Romanos 1:3, y Juan relata que Jesús mismo dijo “yo soy la raíz y el linaje de David” Apocalipsis 22:16.

Cuando volvemos al Antiguo Testamento para descubrir quién es este que ocupa un lugar de tanta prominencia en el linaje de nuestro Señor y los propósitos de Dios, el material disponible es abundante. La historia de David se encuentra entre 1 Samuel 16 y 1 Reyes 2, y mucho de este material se encuentra paralelamente en 1 Crónicas 2:29.

I. Marco familiar
David era bisnieto de Rut y Booz, y el menor de ocho hermanos 1 Samuel 17:12, y desde niño fue pastor de ovejas. Ocupado en este trabajo adquirió el coraje que luego supo desplegar en el campo de batalla (1 Samuel 17:34–35) y el tierno cuidado que tuvo para con su manada, que más tarde habría de ser tema de sus canciones acerca de los atributos de su Dios. Como José, sufrió la mala disposición de sus hermanos mayores, que le tenían envidia, posiblemente por los talentos con que Dios lo había favorecido (1 Samuel 17:28).

Aunque fue modesto en cuanto a su ascendencia (1 Samuel 18:18), David había de ser padre de una línea de notables descendientes, como lo demuestra la genealogía de nuestro Señor en el Evangelio de Mateo (Mateo 1:1–17).

II. Ungimiento y amistad con Saúl
Cuando Dios rechazó a Saúl como rey de Israel, David le fue revelado a Samuel como su sucesor, y por ello el profeta lo ungió en Belén sin ninguna ostentación (1 Samuel 16:1–13).
Uno de los resultados del rechazo de Saúl fue que el Espíritu de Dios se retiró de él, provocando como consecuencia una gran depresión en su propio espíritu. Se advierte una impresionante revelación del propósito divino en la providencia por la cual David, destinado a reemplazar a Saúl en el favor y los planes de Dios, es elegido para socorrer al rey caído en sus momentos de melancolía (1 Samuel 16:17–21). De esta manera, la vida de estos dos hombres estuvo íntimamente ligada.

Saúl nombró a David como su paje de armas o escudero. Luego el conocido incidente con Goliat, el campeón filisteo, lo cambió todo (1 Samuel 17).

La agilidad y habilidad de David con la honda le permitió vencer al fuerte y pesado gigante, cuya muerte fue la señal para la derrota por parte de Israel de las fuerzas filisteas. Quedó abierto el camino para que David hiciera suya la recompensa prometida por Saúl: la mano de la hija del rey, y liberación de impuestos para toda la familia de su padre. Pero un factor inesperado cambió el curso de los acontecimientos: los celos que sintió el rey ante el nuevo campeón de Israel. Cuando David regresaba, después de haber matado a Goliat, las mujeres israelitas le dieron la bienvenida cantando “Saúl hirió a sus miles, y David a sus diez miles”. Saúl, a diferencia de su hijo *Jonatán en una situación parecida, se sintió herido y, se nos dice, “desde aquel día no miró con buenos ojos a David” (1 Samuel 18:7, 9).

III. La hostilidad de Saúl
El trato de Saúl para con David comenzó a ser cada vez menos amistoso, y en un momento dado vemos al joven héroe nacional salvándose de un ataque brutal contra su vida por parte del rey. Sus honores militares le fueron reducidos, fue defraudado en cuanto a la esposa prometida y unido en matrimonio a la otra hija de Saúl, Mical, después de llegar a un arreglo que tenía por objeto causarle la muerte (1 Samuel 18:25). Parecería, por lo que se dice en 1 Samuel 24:9, que había en la corte de Saúl un grupo que fomentaba deliberadamente las desinteligencias entre Saúl y David, y el estado de cosas entre ellos se fue deteriorando paulatinamente.

Otra tentativa infructuosa de Saúl de matar a David con su lanza fue seguida por un intento de arresto, que se vio frustrado por una estratagema de Mical, la esposa de David (1 Samuel 19:8–17). Un rasgo notable de este período en la vida de David es la manera en que los dos hijos de Saúl, Jonatán y Mical, se aliaron con David contra su propio padre.

IV. Huida de delante de Saúl
Las etapas siguientes en la historia de David se caracterizan por constantes huidas ante la implacable persecución de Saúl. No le es posible a David descansar en un solo lugar por mucho tiempo; profeta, sacerdote, enemigo nacional: ninguno puede ofrecerle refugio, y los que le ofrecen ayuda son cruelmente castigados por un rey enloquecido de rabia (1 Samuel 22:6–19).

Después de escapar apenas de los jefes militares de los filisteos, por fin David logró organizar la banda de Adulam, que al principio estaba constituida por un grupo heterogéneo de fugitivos, pero que más tarde se transformó en una fuerza armada que asolaba a los invasores del exterior, protegía las cosechas y el ganado de las comunidades israelitas ubicadas en lugares remotos, y vivía de la generosidad de estas últimas.

En 1 Samuel 25 se registra la forma miserable en que uno de estos acaudalados hacendados, Nabal, se negó a reconocer su deuda para con David; este incidente es interesante pues presenta a Abigail, que luego habría de ser una de las mujeres de David. Los capítulos 24 y 26 del mismo libro registran dos ocasiones en que David le perdonó la vida a Saúl, como consecuencia de una mezcla de piedad y magnanimidad.

David, ante la imposibilidad de frenar la hostilidad de Saúl, llegó a un acuerdo con el rey filisteo, Aquis de Gat, y le fue concedida la ciudad fronteriza de Siclag como recompensa por el uso ocasional de su banda de guerreros.

Sin embargo, cuando los filisteos se lanzaron decididamente a pelear contra Saúl, sus jefes militares tuvieron cierto recelo ante la presencia de las tropas de David en sus filas, temiendo que a última hora pudiera producirse un cambio de lealtad, motivo por el cual David no tomó parte en la tragedia de Gilboa, tragedia que más tarde lamentó en una de las más hermosas elegías que se conocen (2 Samuel 1:19–27).

V. Rey en Hebrón
Una vez muerto Saúl, David buscó conocer la voluntad de Dios, quien lo guió a que volviera a Judá, la zona de su propia tribu, donde sus compatriotas lo ungieron rey. David fijó su residencia real en Hebrón. Tenía ya 30 años de edad, y reinó en Hebrón durante siete años y medio.

Los primeros dos años fueron ocupados en una guerra civil entre los defensores de David y los antiguos cortesanos de Saúl, que habían consagrado a Es-baal (Is-boset), hijo de Saúl, como rey en Mahanaim. Es muy probable que Es-baal no haya sido más que un títere en manos de Abner, el fiel seguidor de Saúl.

Cuando estos fueron asesinados, toda oposición organizada contra David terminó, y fue ungido rey sobre las doce tribus de Israel en Hebrón. De allí transfirió en seguida la capital de su reino a Jerusalén (2 Samuel 3–5).

VI. Rey en Jerusalén
A partir de este momento comenzó el período más exitoso del largo reinado de David, que habría de prolongarse otros 33 años. Debido a una excelente combinación de coraje personal y hábil conducción militar encaminó a los israelitas hacia una sistemática y decisiva subyugación de todos sus enemigos (filisteos, cananeos, moabitas, arameos, edomitas, y amalecitas), de tal manera que su nombre hubiera adquirido fama en la historia independientemente de su significación para el plan divino de la redención.

La debilidad de las potencias de los valles del Nilo y del Éufrates en ese entonces le permitió, mediante conquistas y alianzas, extender su esfera de influencia desde la frontera egipcia y el golfo de Ácaba hasta el Éufrates superior.

Después de conquistar la supuestamente inexpugnable ciudadela de los jebuseos, Jerusalén, la transformó en capital de su reino, desde donde pudo vigilar las dos grandes divisiones de sus dominios, que más tarde se convirtieron en los dos reinos divididos de Judá e Israel. Se edificó un palacio, se construyeron carreteras, se restauraron las rutas comerciales, se aseguró la prosperidad material del reino. Sin embargo, esta no podía ser la única, ni siquiera la principal, ambición de un “varón conforme al corazón de Dios”, y pronto se pone de manifiesto el celo religioso de David. Hizo volver el arca del pacto desde Quiriat-jearim, y la colocó en un tabernáculo especial construido para ese fin en Jerusalén.

Durante el viaje de retorno del arca ocurrió el incidente que provocó la muerte de Uza (2 Samuel 6:6–8). Gran parte de la organización religiosa que habría de enriquecer más tarde el culto en el templo debe su origen a los arreglos para el servicio religioso en el tabernáculo construido por David en esa época. Además de su importancia estratégica y política, Jerusalén adquirió de esta manera una significación aun mayor desde la perspectiva religiosa, con la cual se ha asociado su nombre desde entonces.
Debe ser motivo de asombro y temor reverencial para el creyente el tener presente que fue durante este período de prosperidad exterior y de aparente fervor religioso que David cometió el pecado mencionado en las Escrituras como “lo tocante a Urías heteo” (2 Samuel 11).

La significación y la importancia de este pecado, tanto por su atrocidad como por sus consecuencias en toda la historia subsiguiente de Israel, no pueden exagerarse. David se arrepintió profundamente, pero el hecho había sido consumado, y ha quedado como una demostración de cómo el pecado arruina los propósitos de Dios para sus hijos. El patético y angustioso clamor con que recibió la noticia de la muerte de Absalón no fue sino un débil eco de la agonía de un corazón que sabía que esa muerte, y muchas más, formaban parte de una cosecha que era fruto de la concupiscencia y el engaño sembrados por él mismo en años anteriores.
La rebelión de Absalón, en la que el reino del norte permaneció leal a David, pronto fue seguida por una sublevación por parte del mismo reino del norte organizada por el benjamita Seba. Esta sublevación, como la de Absalón, fue aplastada por Joab. Los últimos días de David fueron amargados por las maquinaciones de Adonías y Salomón, que aspiraban al trono, como también porque se daba cuenta de que el legado de luchas intestinas profetizado por Natán todavía tenía que cumplirse cabalmente.

Además del ejército permanente, comandado por su pariente Joab, David disponía de una guardia personal reclutada principalmente entre guerreros de origen filisteo, cuya lealtad hacia su persona nunca flaqueó. Hay abundantes pruebas en los anales históricos, a los cuales ya se ha hecho referencia, de la habilidad de David para componer odas y elegías (2 Samuel 1.19–27; 3:33–34; 22; 23:1–7). Una vieja tradición lo describe como “el dulce cantor de Israel” (2 Samuel 23:1), mientras que escritos posteriores del Antiguo Testamento se refieren a él como el director del culto musical de Israel, como el inventor de instrumentos de música que tocaba con habilidad, y como compositor (Nehemías 12:24, 36, 45–46; Amos 6:5).

En la Biblia hay 73 salmos que se atribuyen a “David”, algunos de ellos presentados de tal manera que no queda duda de que él fue su autor. Pero lo más convincente a este respecto es que nuestro Señor mismo habló de David como el autor de, por lo menos, un salmo (Lucas 20.42), utilizando una cita del mismo para aclarar el carácter de su mesianismo.

VII. Carácter
La Biblia nunca intenta encubrir o paliar los pecados o los defectos de carácter de los hijos de Dios. “Las cosas que se escribieron antes, para nuestra enseñanza se escribieron” (Romanos 15:4). Una de las funciones de las Escrituras es la de advertir por medio del ejemplo, a la vez que servir de aliento. El pecado de David en el caso de Urías heteo constituye un ejemplo fundamental de lo que se acaba de afirmar. Lo que se busca es que esta mancha se vea tal como es, es decir como una mácula en la vida de un personaje por lo demás hermoso y maravillosamente dedicado a la gloria de Dios. Es verdad que existen elementos en la experiencia de David que al que es hijo del nuevo pacto le resultan inverosímiles y hasta repugnantes. Sin embargo “él… sirvió a su propia generación según la voluntad de Dios” (Hechos 13:36), y en esa generación se destacó como una luz brillante y reluciente para el Dios de Israel.

Sus éxitos fueron numerosos y variados; fue hombre de acción, poeta, amante tierno, enemigo generoso, firme dispensador de justicia, amigo leal; era todo lo que los hombres encuentran edificante y admirable en un hombre, y esto por la voluntad de Dios, que lo creó y lo moldeó para cumplir su destino. Es a David, y no a Saúl, a quien los judíos miran retrospectivamente con orgullo y afecto como a aquel que estableció su reino, y es en David que los judíos más perspicaces vieron el ideal de realeza más allá del cual sus mentes no podían proyectarse, y en dicho ideal buscaban al Mesías que había de venir, el que liberaría a su pueblo y se sentaría sobre el trono de David para siempre. El que todo esto no constituía un disparate de tipo idealista y mucho menos idolatría, lo demuestra la forma en que el Nuevo Testamento certifica las excelencias de David, de cuya simiente surgió el Mesías según la carne.
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